
Este milagro del encubrimiento y de la falacia habría sido imposible sin el afortunadísimo hallazgo de la frase mágica: "Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades". Políticos incompetentes, banqueros ladrones y todo tipo de bocazas profesionales repiten cada mañana este mantra en todas las tribunas públicas del país, aplicando aquella vieja ley de la lógica de garrafón, que asegura que si uno repite muchas veces una mentira, al final acaba convirtiéndose en una verdad. Sea por la insistencia en la repetición o por algún inexplicable mecanismo de autoflagelación colectiva; lo cierto, es que este mensaje ha funcionado con una pasmosa efectividad. Presidentes autonómicos que han arruinado sus territorios construyendo aeropuertos sin aviones o levantando palacios faraónicos pueden enfrentarse a un auditorio de pensionistas esquilmados y decirles que "hemos vivido por encima de nuestras posibilidades", sin que nadie haga el más mínimo intento de romperles la cara. Ejecutivos que han gestionado las cajas de ahorro como mandriles anfetaminados recurren al "hemos vivido por encima de nuestras posibilidades" para emboscar su caradura, sin que se resientan sus brillantísimos currículums de economistas y, lo que es peor, sin que los juzgados abran ninguna investigación sobre sus saqueos.
Con el paso del tiempo y conforme las administraciones aplican recortes contra la crisis, los españoles hemos empezado a sentir en nuestras carnes el verdadero significado de la frasecita de marras. No hay que ser un fino analista para entender ahora lo que querían decir nuestros políticos: vivir por encima de nuestras posibilidades era ir a un hospital con una pierna rota y que te la escayolaran sin tener que empeñar el coche, llevar a nuestros hijos a un colegio público y que tuvieran las mismas posibilidades de futuro que los que van a uno privado, trabajar en unas condiciones laborales algo mejores que las de los huerfanitos de la fábrica de betún de Charles Dickens o aspirar a que nuestros padres con Alzheimer acaben sus días decentemente atendidos en una residencia geriátrica.
Una vez descubierto el truco, la frase mágica se desmorona como un castillo de naipes y pierde toda su efectividad. Se llega a la conclusión de que aquí, los únicos que han vivido por encima de sus posibilidades (y seguirán viviendo) son los componentes de una exclusiva cofradía de dirigentes políticos y económicos, cuya capacidad para el despilfarro y el robo ha reducido a escombros una comunidad cuya prosperidad parecía protegida a prueba de balas.
Hay que resistirse al engaño, rechazar cualquier tentación masoquista de culpabilizarse. Los responsables de este desastre tienen nombres y apellidos y aunque no nos va a sacar de pobres, nadie nos puede privar del placer de señalarlos con el dedo y de abroncarlos por su irresponsabilidad. Este triste desahogo es el único consuelo que nos queda a las víctimas de este gigantesco tocomocho.
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